9 de octubre de 2009

LA ECONOMÍA DURANTE LA DOMINACIÓN COLONIAL TEMPRANA

Estimados cibernautas:

Quiero compartir con ustedes este breve ensayo histórico sobre nuestra economía durante la época colonial temprana, basado en la lectura del artículo de la introducción del Tomo II del Compendio de Historia Económica del Perú de Carlos Contreras, docente de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

El compartir este artículo con ustedes tiene por objeto contar con los instrumentos históricos a fin de comprender las estructuras actuales de nuestra pujante, pero aún subdesarrollada economía. Es fácil entender que la historia ayuda a descifrar muchos misterios. Espero les agrade la lectura y espero sus comentarios. Un cordial saludo.

LOS CAMBIOS QUE TRAJO CONSIGO LA CONQUISTA O INVASIÓN ESPAÑOLA FUERON DE TAL MAGNITUD QUE NADIE DUDA QUE SIGNIFICARON EL INICIO DE UNA NUEVA ERA EN LA HISTORIA DEL PERÚ.

En 1532, la hueste de conquistadores españoles que había desembarcado en Tumbes a finales del año anterior, capturó al Inca Atahualpa. Con ese acto se dio inicio al derrocamiento del Estado Inca y su sus­titución por un nuevo gobierno, dominado por ellos. Unos quince a veinte años después, la corona espa­ñola consolidó su dominio sobre las nuevas tierras, desplazando a los conquistadores, que reclamaban mayores derechos y autonomía sobre las posesiones que habían ganado sin mayor apoyo de aquélla.

En el terreno económico los españoles no sola­mente introdujeron nuevos cultivos, animales y tecnología, sino que también trasladaron nuevas instituciones y organizaciones económicas, como la moneda, el trabajo asalariado, las ciudades y la hacienda o latifundio agropecuario. Dieron inicio a un nuevo sector productivo, destinado a cumplir un rol protagónico entre nosotros, la minería, y vincu­laron a la economía peruana con el resto del mundo, precisamente de la mano de este nuevo sector.

De otro lado, hacia 1700, con la muerte del rey de España, Carlos II, se desató una crisis de sucesión en dicha monarquía, que terminó de resolverse recién en 1713, con el advenimiento de una nueva dinas­tía, conocida como la de los Borbones. Por ello, el período que va desde 1532 hasta 1700, es llamado “período de los Austrias” o de los reyes Habsburgo, a fin de diferenciarlo de la época de los Borbones, corrida desde 1700. La historiografía considera que ambas dinastías tuvieron estilos distintos para gober­nar sus colonias: uno mucho más laxo que dejaba más espacio a la autonomía y a las peculiaridades locales, el de los Austrias, y otro más autoritario, aunque a la vez más preocupado por el “progreso” económico, el de los Borbones.

En esta Introducción quisiera precisar algunas de las claves del período de los Austrias en el Perú, que terminan dándole cierta unidad y continuidad, en medio de las transformaciones que ocurrieron a lo largo de más de siglo y medio que dicha cronología contempla. Por tratarse de un compendio de historia económica, pondré el acento, naturalmente, en los temas que atañen al devenir de la producción y el consumo en el espacio del virreinato peruano, así como a las condiciones del entorno social y político que afectaron dicha producción y consumo.

SOBRE EL ESPACIO GEOGRÁFICO

Una primera clave tendría que ver con el espacio geográfico del virreinato. Aquí habría que precisar que aunque sobre el papel éste era muy extenso, en la práctica, el gobierno tenía muy poco control sobre él, además de estar sus diferentes regiones mal comunicadas. Comúnmente suele referirse que hasta la creación de los nuevos virreinatos de Nueva Gra­nada y Río de La Plata, en el siglo XVIII, el virreinato peruano abarcaba toda Sudamérica menos el Brasil (que, por lo demás, era más pequeño que la república que hoy es). Pero la realidad es que el dominio efec­tivo que el virrey de Lima tenía de semejante terri­torio era muy limitado. En el norte, las Audiencias de Santa Fe de Bogotá y Quito –fundadas tempra­namente, hacia los mediados del siglo XVI– aunque formalmente dependían del virreinato de Lima, en el terreno de los hechos mantenían bastante auto­nomía. Solo en momentos críticos para la seguridad del imperio, la llegada de tropas o de caudales desde Lima les recordaba el vínculo de dependencia con ella. Por el oriente, el control español no avanzaba más allá de la región de la sierra; recién en el siglo XVIII el Estado colonial intenta ingresar en la región amazónica. Las ciudades de Chachapoyas, Tarma y Huamanga funcionaron como ciudades-frontera con la región del oriente, de modo que venían a demarcar los límites políticos del gobierno de Lima, al modo de “fronteras vivas”.

Por el sur, el dominio del virreinato peruano se extendía hasta las ciudades de Tucumán y Córdoba (en la actual Argentina), fundadas en la segunda mitad del siglo XVI, incluyendo la región de Charcas, conocida como el Alto Perú. Aunque en esta última región se constituyó también una Audiencia propia (Charcas), la importancia que la minería de Potosí y Oruro mantuvo para la Real Hacienda (o economía pública virreinal) fue tal que el gobierno de Lima tuvo siempre una fuerte injerencia sobre los asuntos de Charcas. Esta fue una diferencia importante frente a la relativa independencia con que se manejaron las Audiencias del norte. Por ser una región interior, sin rápida salida al mar, para el gobierno de Lima fue más sencillo controlar los destinos de Charcas. Las ciudades del Cuzco y La Paz servían como ciudades-escala en el cordón umbilical que unía a Lima con la región minera del Alto Perú. Por la costa del Pacífico, el dominio de Lima se iba atenuando conforme se alejaban las distancias y conforme hubiese o no, algún centro económico de interés fiscal. Arica y Tarapacá se mantenían claramente dentro del “espa­cio peruano”, por servir el primero como puerto de salida de la minería del Alto Perú y por contener, la segunda, algunos asientos productores de plata. Más al sur, el vínculo político comenzaba a debilitarse. Callao con Valparaíso mantenían alguna comu­nicación, tanto política cuanto comercial, lo que garantizaba cierto control del virrey del Perú sobre las villas del centro chileno. De todos modos, las colonias de Santiago y Concepción debían aprender a bastarse a sí mismas.

Se trataba de un vasto espacio, de alrededor de un millón y medio de kilómetros cuadrados, que contemplado desde los estándares actuales, estaba muy poco poblado y, por lo mismo, muy mal comu­nicado. Todavía no se ha logrado establecer con pre­cisión cuánta era la población prehispánica en los Andes al momento de la irrupción española, pero sí hay consenso acerca de que los primeros dece­nios de esta irrupción significaron una aguda caída demográfica. Incluso, considerando las cifras más prudentes acerca de la población del Tahuantinsuyo en 1530 (algo menos de tres millones de perso­nas), un siglo después de la conquista europea solo sobrevivían unos 600 mil indios, a los cuales podría añadirse unas pocas decenas de miles de esclavos de origen africano y una cantidad similar de españoles y mestizos. La población total no superó el millón de habitantes hasta bien entrado el siglo XVIII.

Las causas de la gran despoblación siguen siendo materia de conjetura. Epidemias provocadas por virus desconocidos, guerras y violencias entre los conquistadores y los indios, o entre los propios con­quistadores, que usaban a los indios como fuerza de choque, han sido esgrimidas como causas. El hecho es que recién en el siglo XVII, la población consiguió estabilizarse, después de haber perdido no menos de sus cuatro quintas partes. De acuerdo a los estudios demográficos de Noble D. Cook, la región de la costa fue la más devastada por la crisis demográfica, mien­tras que el sur andino fue el que mejor se defendió.

Las posibilidades mercantiles a que daba pie esa escuálida población eran, por supuesto, muy redu­cidas. La tierra sobraba y el trabajo era, en cambio, desesperantemente escaso. En tales condiciones lo difícil no era conseguir los recursos naturales para producir, sino atraer los trabajadores necesarios para arrancar dichos recursos del suelo. El capital disponible era también escaso. No existía la magia de la moneda fiduciaria para expandir la oferta monetaria. Y este magro capital debía consumirse en asegurar la mano de obra más que en instalar máquinas o instrumentos que apoyasen el trabajo humano.

Las formas que históricamente han servido para que unos hombres obliguen o convenzan a otros hombres a trabajar para ellos han sido el uso del poder (sea militar, religioso, o de organización) y la amenaza de la violencia (como en la esclavitud); la oferta de protección a fin de librar, y defender, a los potenciales trabajadores de la violencia y la arbitra­riedad de otros (como en la servidumbre feudal); o la falta de tierras libres, que no dejaba más alternativa a los desposeídos de tierras que ofrecer su trabajo a los que controlaban los recursos (la proletarización). Esta tercera fórmula es la que resulta más económica para la sociedad, puesto que hay menos necesidad de distraer recursos en vigilantes, soldados y verdugos, como en las otras dos, pero era precisamente ella la que no estaba disponible para los hombres del período colonial, dado el panorama de la relación tierra/población. Es cierto que incluso en escenarios así, la tierra podría ser acaparada por unos pocos, obligando al resto a ofrecerles su mano de obra, pero cuando estamos frente a un desbalance tan fuerte entre tierras (abundantes) y hombres (escasos), los costos de proteger la propiedad de la tierra acapa­rada podrían ser tan grandes que no alcanzarían a ser compensados con su explotación productiva, a menos que se cosechasen diamantes.

SOBRE LA MANO DE OBRA

Los colonos españoles se afanaron en trasladar al virreinato animales y herramientas que ahorrasen la necesidad de trabajo. Bueyes que tiraban arados, mulas que podían trasladar sobre sus lomos más de cien kilos, por todo tipo de caminos; molinos que se movían por la fuerza de una caída de agua, barretas de fierro que podían horadar las peñas en las minas, o servir de palanca en los trabajos del campo, y rue­das que permitiesen la acción de las poleas para las operaciones de izaje, o el traslado de materiales, fueron una forma de compensar la escasez de tra­bajadores locales.

La esclavitud no dejó de ser una fórmula socorrida. La presencia de europeos en las costas africanas desde finales del siglo XV permitió surtir de mano de obra forzada a las empresas coloniales americanas. Pero se trataba de un procedimiento costoso.

Tómese en cuenta la necesidad de adelantar un elevado capital a través de la compra del esclavo, la incertidumbre de su rentabilidad (el esclavo podía enfermar, esca­parse o morir) y la poca calificación de esta mano de obra, era de suyo difícil. Solo empresas de muy alta rentabilidad, o donde la necesidad de contar con una mano de obra permanente era importante, podían permitirse el lujo de operar con este tipo de mano de obra. El resto de empresas debía resignarse a la segunda fórmula, la de la servidumbre, ofreciendo a los indios (a quienes tempranamente la corona española había prohibido esclavizar) tierra (que era el factor abundante) y protección, no tanto frente a los ataques de vecinos violentos, como en la edad medio europea, sino frente a las exacciones que las autoridades coloniales (y también las indígenas, que en esto hicieron un rápido aprendizaje) practicaban frente a cualquier indio que no contase con un señor que lo amparara. Pero debió suceder a menudo, que las dificultades para proveerse de mano de obra eran tan grandes que se renunciaba a la empresa (o esta ni siquiera llegaba a ser concebida) y los colonos busca­ban ganarse la vida como burócratas o sacerdotes.

El problema de las fórmulas laborales de la escla­vitud y la servidumbre es que no aumentan el con­sumo de bienes, como históricamente sí ha ocurrido con el trabajo libre. En este sentido, no colaboran con la expansión del mercado interno, o lo hacen solo débilmente. Pueden servir para economías colonia­les, donde de lo que se trata es de exportar bienes, sin esperar que este tipo de economía pueda servir como un mercado dinámico de bienes de consumo. Los esclavos produjeron en el Perú colonial bienes para el mercado exterior: azúcar, oro y plata, princi­palmente. Del resto de la producción se hizo cargo otro tipo de mano de obra: yanaconas o siervos, o trabajadores independientes que operaban en el marco de una economía de autosubsistencia.

La introducción de la mita (un sistema de trabajo forzado, rotativo y remunerado) fue por ello un punto de quiebre importante en la historia del Perú colonial. Supuso la instauración de un tributo en trabajo a la población indígena, que obligaba políti­camente a los indios que constituían, hacia los finales del siglo XVI, el 85 a 90 por ciento de la población, a trabajar para los empresarios coloniales de acuerdo a un sistema de turnos que duraba un año de cada siete. Desde entonces, la oferta laboral disponible para los empresarios coloniales permitió la inver­sión en una minería moderna en el contexto de la época, así como en grandes talleres textiles de ropa basta (los obrajes). Esta práctica fue instaurada por el virrey Toledo en 1573 y estuvo en la base del gran impulso económico que cobró desde ese momento la producción del virreinato peruano, especialmente en el ámbito de la minería. Lo interesante fue además que, tal como señaló Heraclio Bonilla hace algún tiempo, la mita funcionó como una forma de apren­dizaje de los campesinos para la venta de su fuerza de trabajo. Así, al poco tiempo de su instauración, aparecieron en la minería los indios “mingas” o tra­bajadores voluntarios.

EL MERCADO Y EL ROL DEL ESTADO

Lo exiguo del mercado colonial devenía, de un lado, de la poca densidad demográfica; de otro, del poco número de trabajadores libres; y finalmente, del pequeño tamaño de la población urbana. Históricamente ha sido ésta la que ha alimentado más poderosamente la expansión de los mercados, puesto que por definición la población urbana no produce sus propios ali­mentos ni otros bienes de consumo cotidiano. Por el contrario, compra dichos bienes, lo que promueve el comercio y la especialización de los productores. La población urbana, más expuesta a la interacción social y a la mirada de los otros, es la que se adelanta primero en la sofisticación del consumo, adquiriendo bienes de mayor grado de elaboración o acabado. Pero, salvo la villa minera de Potosí, sobre la cual se manejan cifras de población legendarias, las ciudades del Perú colonial temprano eran pequeñas, al tiempo que sus habitantes no habían terminado de cortar sus vínculos con el campo.

Muchos de ellos seguían poseyendo chacras o terrenos de cultivo en los alrededores, lo que les permitía mantener una dosis importante de autarquía. Al terminar el siglo XVII, solo Potosí rebasaría los cincuenta mil habitantes. Lima reunía alrededor de treinta mil y el resto de ciudades (Cuzco, Arequipa, La Paz, Quito) no llegaba, seguramente, a las veinte mil almas cada una.

Otra característica que debemos retener del Perú de aquella época es el papel principal que el Estado tenía en materia de transferencias de excedentes económicos.

Dado lo estrecho del mercado y la enorme proporción que tenía la economía de autosubsistencia en la que vivía la mayor parte de la población indígena, era el pago de los tributos la vía más voluminosa de las transacciones. Por la vía del tributo parte del excedente de los indios iba a las manos de los encomenderos (que fueron algo así como la elite de los colonos españoles hasta los inicios del siglo XVII) y parte del excedente de los productores mineros se trasladaba al Estado. Esto quiere decir que el mercado no se movía tanto por transacciones volunta­rias, sino por transferencias coactivas. Cualquier cambio en las pautas tributarias tenía, así, un fuerte correlato en la economía colonial. Un aumento en el tributo cobrado a los indios, acrecería su oferta de trabajo a los empre­sarios locales (si es que no desataba una rebelión); una disminución del impuesto cobrado a los productores del sector mercantil o “sector español” (terratenientes o mineros) podía hacer crecer su producción de forma significativa, o devolver al registro legal la parte que circulaba como contrabando.

Como los impuestos se cobraban sobre los montos brutos de la producción (y no sobre los netos, por la virtual imposibilidad de controlar esta brecha), cualquier descuento o aumento de las tasas tributarias tenía efectos muy sensibles sobre la conducta de las gentes.

El tema de los derechos de propiedad solo recientemente ha comenzado a preocupar a los estudiosos de la economía colonial. Habitual­mente se señala que los españoles introdujeron en el Perú la propiedad privada y el comercio. Los cronistas del siglo XVI, buscando defender la legitimidad de la presencia hispana en el país, criticaron que durante el período de la “tiranía de los incas”, estos no dejaban tener a los indios “cosa suya, propia en particular”. Con esta con­dena, los cronistas abrían paso a la idea de que los nuevos vasallos del rey en América debían acceder, ya cristianizados, a la propiedad privada de sus tierras y recursos, siempre y cuando cum­pliesen con sus tributos. Esta convicción, junto con la instauración de la escritura, que permitió un registro más eficiente de la propiedad, dio paso a la extensión de los primeros “títulos de propiedad” en el Perú. Incluso las comunidades indígenas recibieron sus títulos de tierras, pero estos no llegaron a individualizarse al nivel de cada familia, permaneciendo estas tierras “comu­nales”, igual que las de la Iglesia, como una pro­piedad “corporativa”. Como es sabido, este tipo de propiedad tiende a inmovilizar los recursos, haciendo poco fluido el juego del mercado. Teme­rosas de que los españoles engañasen a los indios en las transacciones y les comprasen a vil precio sus tierras, las autoridades llegaron a prohibir la venta de las tierras indígenas, que de este modo fueron sacadas del mercado. De modo que si bien el dominio español instauró la propiedad en el país, a la vez conformó organizaciones como los mayorazgos y la propiedad corporativa, que limitaron su circulación mercantil.

La expropiación de las minas de azogue de Huan­cavelica a sus descubridores, en la década de 1570, junto con la anterior limitación de la propiedad de las encomiendas a dos vidas (dos generaciones), pareció la señal de una sistemática política de irres­peto a los derechos de los propietarios. Pero creemos que esta imagen de la política del Estado colonial ha sido sobredimensionada por los historiadores estadounidenses que buscaron las razones del “éxito” económico norteamericano frente a lo que conside­raron el “fracaso” sudamericano. Por lo general, el Estado colonial resarció a los expropiados y negoció con ellos el traspaso de sus derechos.

La otra gran novedad de la época fue, desde luego, el comercio “exterior” o de larga distancia. Aun cuando, seguramente, fue una parte menor del producto bruto interno colonial la que com­puso las exportaciones, este comercio tenía profun­das implicancias para las finanzas del gobierno y la organización de un mercado interno (una idea que desarrolló el historiador argentino Carlos S. Assa­dourian). El comercio exterior no podía practicarse libremente, sino que debía limitarse al que conectaba con la metrópoli española, o con sus posesiones.

Felizmente estas eran abundantes, de modo que el Perú pudo realizar intercambios con casi toda Amé­rica e incluso con lugares tan lejanos como Filipinas. Fue el comercio exterior el que dio valor a las minas andinas, y éstas, las que dinamizaron, en sus entor­nos, la producción de insumos como la sal, el azogue, las mulas y las llamas, y de bienes de consumo que sostenían a la población de los campamentos. Con el fin de controlar mejor este comercio, que servía como un asidero fiscal importante, las autoridades redujeron al mínimo los puntos por donde podía realizarse, beneficiándose el Callao como la gran plaza redistribuidora del comercio ultramarino sud­americano.

El período del dominio colonial temprano tuvo, así, tantos signos negativos cuanto positivos para la evolución económica de lo que hoy es el Perú. Del primer lado podemos anotar la caída demográfica y la especialización del país como una economía exportadora de materias primas, que no requería de una mano de obra muy abundante. Es decir, el perfil perfecto de una economía colonial. Del segundo, el arribo de nueva tecnología y nue­vas instituciones económicas, que permitieron el incremento de la productividad. Es cierto que la crisis demográfica y el desmoronamiento del Estado inca produjeron también una pérdida de eficiencia de la economía anterior y un abandono de la tecnología autóctona. Fueron desapareciendo canales de riego, sistemas de andenería y otro tipo de conocimientos (entre los cuales parece que estaba, por ejemplo, el uso del guano de las aves marinas). Será tarea de la investigación futura determinar cuál fue el balance final entre lo que se perdió y se ganó con la conquista española, pero la impresión actual es que tras un (largo) período de ajuste, en que pesaron más los efectos negativos, la productividad del trabajo aumentó y los recursos naturales fueron mejor aprovechados.

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